Artículo ganador del 1º Premio de Periodismo "Zona Marítima
del Estrecho", 1990
Mecido por las mansas aguas que bañan el Sur-Suroeste de la península
Ibérica; fondeado entre los límites que le marcan la Carraca,
Torregorda y el Castillo de Sancti Petri; dejándose acariciar la
amura de babor por las olas atlánticas y abarloado por estribor a
los senos grandes de la Bahía, mi barco, este barco-pueblo que
enarbola gallardete de Almirante y cuenta entre sus hombres a
tantos de los que visten el glorioso uniforme de los botones de
ancla, alza orgulloso el perfil de su proa al azul infinito, a
esos horizontes de cielo y mar que le aguardan para seguir brindándole
rutas que surcar y glorias que conseguir.
Ha mucho tiempo, cuando los caminos del mundo aún estaban por
descubrir, cuando las aguas ponían fronteras infranqueables al
avance y expansión de la humanidad, unos hombres de la mar,
navegantes mediterráneos procedentes de la Fenicia, levantaron la
mirada al cielo y dejaron que Baal y Astarté, Atargatis y Hadad,
les guiaran hasta los paraísos que aguardaban el occidente de los
antiguos mundos. Un día de hace tres mil años, dejando atrás el
limitado confín del Mare Nostrum, estos hombres cruzaron el
horizonte pequeño del estrecho y se asomaron a las inmensidades
atlánticas.
Más tarde, mientras el sol apuntaba jornadas en sus diarios de
cielo, mientras el mundo continuaba su imparable caminar por entre
los pliegues elípticos del tiempo, hombres de los imperios de
oriente y occidente, navegantes, conquistadores y hacedores de
pueblos, prosiguieron aportando sudores y saberes para crecer sus
perfiles, aprestar sus bagajes y ampliar sus horizontes. Así,
antes de que la Historia los removiera para llevarlos al merecido
descanso de sus páginas, carios, focenses, cartagineses, y en
mayor medida romanos y árabes, sin olvidar autóctonos y
repobladores, terminaron su configuración y dejaron levantada
buena parte de sus estructuras.
En 1769, el rey Carlos III, hijo del anterior, apercibido de sus
cualidades y virtudes marineras, ordena su dotación con personal
y fuerzas de la Marina Real. Así, elevado a la categoría de
buque principal de la Flota Patria, confiando su mando a la
experta y prudente ejecutoria de un Almirante, cuando los hombres
del botón de ancla suben a sus cubiertas, cuando los hombres de
blancos uniformes y piel curtida por los soles y vientos de los
siete mares son designados para tripularlo, no sólo se produce el
hecho histórico con el que comienza su mayor grandeza, sino el
que marcaría definitivamente los comienzos de unos lazos
fraternos e indisolubles. La Marina, presente en mi buque, desde
entonces y ya para siempre, significó algo más que una tripulación:
ella, sus hombres, serían el motor, el afán y la sangre que
moverían esta nave para conducirla a los horizontes grandes del
futuro.
Hoy, última década de un siglo y en los comienzos de un nuevo
milenio, anclado en estos muelles de sol, sal y esteros; llenas
las bodegas de esperanzas, apilados los sueños y estibadas las
ilusiones, en tanto los aires cosquillean sus gavias con cantiñas
salineras, se azulean de cielos los velachos y los rayos de sol
bruñen de albor la piel de sus cubiertas, mi barco, mi Ciudad de
San Fernando, se dispone a proseguir sus singladuras por las aguas
grandes de la Historia.
Yo, humilde observador y vigía, desde este puente pequeño
tendido entre el corazón y la pluma, sabedor de todo cuanto
significa esta tripulación para la prosperidad de mi pueblo,
conocedor de la abnegada labor de los hombres del botón de ancla,
de sus sacrificios y continuas luchas con el único objetivo de
que este barco navegue por los mejores derroteros, sabedor también
de que es el sentir mayoritario de todos cuantos navegamos en él,
y como conclusión definitiva de todo lo antes dicho, sólo puedo
añadir una cosa: ¡A sus órdenes, mi Almirante! El buque se encuentra preparado y listo para partir. El rumbo previsto es, de acuerdo con sus instrucciones: ¡hacía el futuro ...y a toda máquina!
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